“Fue entonces que la vi. Estaba escondida tras unos árboles. Me
observaba en silencio. ¿Quién sabe cuanto tiempo llevaba allí? Me acerqué
despacio mirándola fijamente a los ojos y hablándole quedo. Al fin salió”.
De niña, mi abuelo me
contaba esta historia cada vez que lo visitaba en su casa, en un campo de
Naranjito. Esa historia era un momento impostergable entre nosotros en nuestro
compartir familiar. Con el tiempo, se convirtió en “nuestra historia”.
De adolescente, la
curiosidad me llevó a preguntarle si esa historia era verdadera. Sonrió y
guardó silencio por unos segundos. Su mirada quedó perdida en un punto en el
horizonte de su memoria. Suspiró; volvió a sonreír. Se aclaró la garganta y me
miró fijo. Ahora contaría la historia detrás de “nuestra historia”. Guardé
total y sagrado silencio.
Inició el relato con una
confesión: al contar esta historia estaba dando entrada, por primera vez, a un
espacio de su vida que era secreto. La familia nunca pudo arrebatarle qué eventos
vivió estando destacado como soldado en el conflicto de Corea, allá para la
década del 50 en el siglo pasado. Su rostro reflejaba por momentos sombras de
angustia, dolor y coraje. Todo a la misma vez. Volvió a suspirar. Solo alcanzó
a decirme un fragmento de esta otra historia que aún le dolía y le perturbaba
en su memoria y su corazón.
Ocurrió durante el último
enfrentamiento sangriento antes de la retirada final en una pequeña villa
campestre. Él iba en la retaguardia, vigilante de cualquier sombra con fusil en
mano que pudiera atacarlos. Algo llamó su atención entre los árboles y de inmediato,
su cuerpo no dudó en apuntar, presto a disparar. Quedó atónito con la rapidez
con que su mente le gritó: “Detente. No dispares”. Entre la maleza asomó la
mirada triste, aterrorizada, de una niña desnutrida y temblando de frío. Era el
rostro de la guerra, capaz de herir de muerte con la inocencia. Se quitó su
chaleco y se lo ofreció hablándole despacio, suave y con señas. Quizás, cuando
dejó de ver en su rostro al soldado, ella salió. Él la acogió en sus brazos y
en su corazón. Al hacerlo, hizo juramento de no volver a empuñar un fusil ni
arma alguna que dejara huérfanas a tantas vidas en la humanidad. Entonces,
suspiró profundo, como si soltara la presión acumulada por tantos años.
Jueves, 14 de mayo de 2015
©2015 PUERTO LUNA
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