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martes, 30 de mayo de 2017

VIAJE SOÑADO


Llegó el día en que el crucero, que partió desde Miami, atracó por fin en la isla de Cozumel en Yucatán, México. Es el cuarto día del viaje, por lo que tuve tiempo para revisar las diversas  excursiones y atracciones que ofrecen en Playa del Carmen, ubicada al otro lado de la isla. Preferí zarpar en el primer viaje del ferry para evitar las altas temperaturas de la época veraniega.

Nuestro pequeño grupo fue el primero en ocupar el ferry. El viaje fue corto pero muy vistoso.
Los empleados fueron muy atentos con nosotros. Además, ellos hablaban español, así que conversé con alguno de ellos un poquito más allá de un cordial saludo. El estruendo del silbato del ferry anunciaba nuestra llegada.

Al bajar, sentí el azote del calor a pesar de que era temprano. Cerca de nosotros, un mariachi y bailarines con atuendos típicos nos daban la bienvenida. Una multitud se apiñó frente a la tarima. La música era contagiosa y muy alegre. Turistas de diversos países se expresaron con gestos universales: sonriendo, bailando y aplaudiendo. Yo quedé muy complacida cuando interpretaron una de mis canciones mexicanas favoritas:  “Guadalajara”.  Al finalizar la presentación, la multitud se dispersó.

Comencé a caminar mirándolo todo. Algo que llamó mi atención fue el uso de colores brillantes en diversos edificios: azul cobalto, amarillo ocre, magenta y verde selva. Una paleta de colores digna de un cuadro de Frida Kahlo. Recorrí senderos asfaltados que conducían a tienditas de recuerdos y postales; ropa típica, pequeños restaurantes y hasta una librería.  El apetito se despertó con el embriagante olor de especias cocinándose que ya se filtraba por las hendiduras de uno de los restaurantes. Hice una anotación en el mapa: comer en el restaurante “La gallina aristotélica”. Un toque filosófico a la travesía.

Al llegar a un cruce, varios jóvenes danzaban en una pequeña plaza. Vestían a la usanza de los indios aztecas: largos plumajes, accesorios en plata y caracoles en los tobillos. Danzaban alrededor de una estatuilla de barro de la cual salía una fragancia humeante a madera. Durante media hora, los contemplé desde un banco de la placita. Pensé en el protagonismo heroico de los aztecas ante los conquistadores españoles y las luchas que libraron por su pueblo. Terminada la presentación, me retraté con el grupo de bailarines a cambio de una propina de un dólar.

Ya sentía el calor sofocante. Me encaminé hacia la librería Cuauthémoc. Otra parada de media hora pero degustando autores, libros y audiolibros. Allí compré un ejemplar del Popol Vuh, libro sagrado de los aztecas. Al salir, me tropecé con un grupo menudo de pasajeros latinos que también viajaban en el barco. Nos dio tanta alegría vernos, que decidimos compartir unas cuantas cervezas y tequilas en “La gallina aristotélica”. Nos tomamos fotos, degustamos aperitivos típicos, brindamos por los mexicanos e intercambiamos acentos hablando de nuestros países de origen. Fue una exquisita parada como de seis medias horas. Luego, cada quien prosiguió como turista.

Al regresar al barco, el tequila aún calentaba mi garganta mientras yo tarareaba rancheras y mi alegría dibujaba una gran sonrisa.


© 2017 PUERTO LUNA