Llegó el
día en que el crucero, que partió desde Miami, atracó por fin en la isla de
Cozumel en Yucatán, México. Es el cuarto día del viaje, por lo que tuve tiempo
para revisar las diversas excursiones y
atracciones que ofrecen en Playa del Carmen, ubicada al otro lado de la isla. Preferí
zarpar en el primer viaje del ferry para evitar las altas temperaturas de la época
veraniega.
Nuestro
pequeño grupo fue el primero en ocupar el ferry. El viaje fue corto pero muy
vistoso.
Los
empleados fueron muy atentos con nosotros. Además, ellos hablaban español, así
que conversé con alguno de ellos un poquito más allá de un cordial saludo. El
estruendo del silbato del ferry anunciaba nuestra llegada.
Al bajar,
sentí el azote del calor a pesar de que era temprano. Cerca de nosotros, un
mariachi y bailarines con atuendos típicos nos daban la bienvenida. Una
multitud se apiñó frente a la tarima. La música era contagiosa y muy alegre.
Turistas de diversos países se expresaron con gestos universales: sonriendo,
bailando y aplaudiendo. Yo quedé muy complacida cuando interpretaron una de mis
canciones mexicanas favoritas:
“Guadalajara”. Al finalizar la
presentación, la multitud se dispersó.
Comencé a
caminar mirándolo todo. Algo que llamó mi atención fue el uso de colores
brillantes en diversos edificios: azul cobalto, amarillo ocre, magenta y verde
selva. Una paleta de colores digna de un cuadro de Frida Kahlo. Recorrí
senderos asfaltados que conducían a tienditas de recuerdos y postales; ropa
típica, pequeños restaurantes y hasta una librería. El apetito se despertó con el embriagante
olor de especias cocinándose que ya se filtraba por las hendiduras de uno de
los restaurantes. Hice una anotación en el mapa: comer en el restaurante “La
gallina aristotélica”. Un toque filosófico a la travesía.
Al llegar
a un cruce, varios jóvenes danzaban en una pequeña plaza. Vestían a la usanza
de los indios aztecas: largos plumajes, accesorios en plata y caracoles en los
tobillos. Danzaban alrededor de una estatuilla de barro de la cual salía una
fragancia humeante a madera. Durante media hora, los contemplé desde un banco
de la placita. Pensé en el protagonismo heroico de los aztecas ante los
conquistadores españoles y las luchas que libraron por su pueblo. Terminada la presentación,
me retraté con el grupo de bailarines a cambio de una propina de un dólar.
Ya sentía
el calor sofocante. Me encaminé hacia la librería Cuauthémoc. Otra parada de
media hora pero degustando autores, libros y audiolibros. Allí compré un ejemplar
del Popol Vuh, libro sagrado de los aztecas. Al salir, me tropecé con un grupo
menudo de pasajeros latinos que también viajaban en el barco. Nos dio tanta
alegría vernos, que decidimos compartir unas cuantas cervezas y tequilas en “La
gallina aristotélica”. Nos tomamos fotos, degustamos aperitivos típicos,
brindamos por los mexicanos e intercambiamos acentos hablando de nuestros países
de origen. Fue una exquisita parada como de seis medias horas. Luego, cada
quien prosiguió como turista.
Al
regresar al barco, el tequila aún calentaba mi garganta mientras yo tarareaba
rancheras y mi alegría dibujaba una gran sonrisa.
© 2017 PUERTO
LUNA